Introducción
La prisión
representa una de las expresiones más visibles del poder punitivo del Estado.
Aunque su objetivo principal es la privación de la libertad ambulatoria de las personas
condenadas, el resto de los derechos fundamentales, en teoría, permanecen
vigentes. Así lo establece la Constitución Española (art. 25.2 CE), subrayando
que los derechos no afectados por la condena deben ser garantizados. Entre
ellos, el derecho a la educación ocupa un lugar destacado, no solo por su
carácter fundamental, sino también por su conexión directa con la dignidad, el
desarrollo personal y la reinserción social.
Sin embargo,
existe una distancia considerable entre la proclamación normativa y la
aplicación práctica de este derecho dentro del sistema penitenciario.
La
educación como derecho fundamental
El derecho a
la educación se encuentra recogido en numerosos textos nacionales e
internacionales. La Declaración Universal de Derechos Humanos (art. 26) lo
proclama como un derecho humano, orientado al pleno desarrollo de la
personalidad. El Convenio Europeo de Derechos Humanos y la Carta de los
Derechos Fundamentales de la UE refuerzan esta visión. En España, el art. 27 CE
le reconoce como derecho fundamental, protegido especialmente por la vía del
recurso de amparo (art. 53.2 CE).
La finalidad
del desarrollo de la personalidad remite no solo al acceso a conocimientos,
sino a la construcción de una ciudadanía crítica, autónoma y capaz de tomar
decisiones en libertad. Por ello, cualquier limitación a este derecho, incluso
en contextos de encierro, requiere justificación, proporcionalidad y respeto al
principio de legalidad.
La
prisión como espacio de excepción: obstáculos estructurales
A pesar de su
reconocimiento jurídico, el ejercicio del derecho a la educación en prisión se
ve condicionado por la lógica institucional del encierro. La llamada
"relación de sujeción especial", una figura doctrinal utilizada para
justificar la limitación de derechos de las personas presas, ha sido
ampliamente criticada por implicar un estatus jurídico degradado y un
debilitamiento de garantías constitucionales.
En este
contexto, la educación en prisión no siempre se entiende como un derecho en sí
mismo, sino como un instrumento al servicio del "tratamiento penitenciario".
Esta instrumentalización, aunque pueda tener una justificación resocializadora,
termina afectando a la autonomía y dignidad de la persona presa, al subordinar
el acceso a la educación a objetivos penitenciarios, y no a la satisfacción de
un derecho.
El
marco normativo penitenciario: luces y sombras
La Ley
Orgánica General Penitenciaria (LOGP) y el Reglamento Penitenciario (RP)
regulan la vida en prisión. La LOGP establece la necesidad de garantizar el
ejercicio de los derechos fundamentales no restringidos por la condena, y
reconoce la educación como un derecho accesible en prisión, sin considerarla un
deber.
Sin embargo,
el RP introduce una visión más instrumental: convierte la participación en actividades
educativas en un deber vinculado al tratamiento, pudiendo ser objeto de
incentivos o sanciones. Esta inclusión plantea un problema de fondo: ¿puede
considerarse voluntaria una actividad cuando su cumplimiento condiciona
beneficios penitenciarios como permisos o progresión de grado?
Por otro lado,
desde 1999 (Real Decreto 1203/1999), la gestión de la educación en prisión
depende de las Administraciones educativas autonómicas, lo cual permite
integrar las escuelas penitenciarias en el sistema educativo general. Este
cambio supuso un avance en la normalización, pero no ha logrado romper del todo
con la lógica penitenciaria que sigue condicionando los espacios y tiempos de
la actividad educativa.
La
praxis penitenciaria: entre la oferta formal y la participación real
Aunque existen
escuelas en todos los centros penitenciarios y se oferta una variedad de
programas formativos, desde alfabetización hasta acceso a estudios
universitarios, lo cierto es que el ejercicio real del derecho a la educación
encuentra múltiples barreras:
1.
Condicionamientos estructurales: la prioridad del control y la seguridad limita
la autonomía de la institución educativa dentro de la prisión.
2.
Instrumentalización educativa: al formar parte del tratamiento penitenciario,
la actividad educativa es evaluada como un elemento más del comportamiento del
interno, llegando incluso a introducirse como un requisito a cumplir para
disfrutar de los permisos penitenciarios.
En este
sentido, la inclusión de la escolarización en instrumentos penitenciarios como
el Programa Individualizado de Tratamiento (PIT) o los sistema de evaluación
conductual plantea serios dilemas. En la práctica, esto puede suponer que una
baja participación o el abandono de la escuela implique sanciones o valoraciones
negativas, incluso aunque la actividad educativa deba entenderse como
voluntaria y autónoma.
Esto tensiona
el principio de que la educación es un derecho, y en mi opinión no puede
convertirse en una obligación impuesta bajo "coacciones indirectas". Además,
sitúa al profesorado en una posición ambigua, al ser a la vez educadores y
agentes evaluadores dentro de un sistema disciplinario, algo que puede
comprometer la confianza pedagógica y la relación educativa.
Reivindicar
la educación como derecho autónomo
Frente a esta
realidad, se hace imprescindible repensar el papel de la escuela en prisión. La
educación debe mantenerse fuera de la lógica del castigo, y construirse como un
espacio autónomo, respetado por la institución penitenciaria, pero no subordinado
a ella. Para ello, es necesario:
- Garantizar
recursos adecuados, tanto humanos como materiales.
- Desvincular
la actividad educativa del régimen disciplinario.
- Promover
políticas activas de motivación y acompañamiento.
- Asegurar la
participación del alumnado -que no interno- en la vida educativa del centro.
Conclusión
La prisión no
puede ser una zona de exclusión jurídica ni pedagógica. Si realmente se quiere
avanzar hacia un modelo penitenciario respetuoso con los derechos
fundamentales, es necesario revisar el modo en que se articula el derecho a la
educación en el encierro. No basta con proclamar que las personas privadas de
libertad conservan sus derechos si, en la práctica, estos se ejercen con
restricciones, condiciones o instrumentalizaciones.
La educación,
como derecho humano y fundamental, debe estar disponible en prisión en
condiciones de igualdad, dignidad y autonomía. Solo así podrá contribuir al
pleno desarrollo de la personalidad y, eventualmente, a una reinserción social
que no sea solo una consigna institucional, sino una realidad con sentido.
"El
estudiante preso, si bien está preso, no es preso -voluntad única del actual
sistema carcelario- sino estudiante" (I.Lewkowicz)
Arnau Esteban Miralles. Abogado
(Pamplona y Reus). Exmaestro en prisión.